jueves, 7 de junio de 2018

BALTASAR LOBO. UN MODERNO ENTRE LOS ANTIGUOS


El escultor zamorano Baltasar Lobo (1910-1993) representa, alejado de su tierra natal, la continuidad de las vanguardias históricas. Se había formado en Valladolid antes de dar el paso a Madrid y entrar en contacto con el ambiente cultural progresista (a finales de los años veinte) época en la que se preocupa por la escultura primitiva; comprometido políticamente con la República, marcha a París en 1939 y comienza a colaborar con Henri Laurens quien marcará su estética en la que a un naturalismo de base se une la simplificación volumétrica de sus figuras humanas tema recurrente en el artista a diferencia de otro castellano y leonés que vivía también por aquellos años en la ciudad del Sena: Mateo Hernández, más vinculado a las formas animales. Esta manera de trabajar acerca su plástica a algunas propuestas de Hans Arp y de Constantin Brancusi lo que se hace más evidente a partir de mediados de los cuarenta. A finales de los años sesenta retorna a planteamientos más clásicos sin dejar de valorar los aspectos de masa escultórica. La obra de Baltasar Lobo es, entre nuestros paisanos, probablemente la más cercana a las propuestas europeas del momento. Donó su colección privada a la ciudad de Zamora.


Como proemio a los párrafos que siguen querría dejar claro que, tal como decía Spinoza respecto al arte, no son consecuencia directa de las obras en sí, sino de la mirada que se proyecta sobre ellas. Valga esta declaración de intenciones para dejar claro que no pretendo con los juicios vertidos ningún tipo de visión normativa sino una mera reflexión escrita de lo que las obras me han motivado.

La exposición que se presenta en el Museo Nacional de Escultura es una selección interesante de obras pertenecientes tanto al legado Lobo como al Museo y Ayuntamiento de Zamora. En algunas de ellas puede apreciarse la influencia de las vanguardias de la primera mitad del XX o quizá sea mejor decir de algunos de los más relevantes creadores plásticos de estos momentos como Brancusi, el propio Picasso y Hans Arp, especialmente del último.





De tarde en tarde el Museo de Escultura nos presenta modestas muestras en cuanto al número de obras pero muy interesantes porque resultan acordes con los planteamientos expositivos y museográficos propios de los momentos en los que nos encontramos, alejados de las mastodónticas revisiones de artistas del pasado -o del presente- tan propias de hace unos años. Más discutible ha sido la incorporación al proyecto museográfico de los yesos que constituyen el conjunto expuesto en la Casa del Sol. Y no deja de ser una pena porque en una sociedad del simulacro y de la posverdad, el mundo de la copia podía proporcionar no poco juego siempre que exista un proyecto de uso escolar (para lo cual sería preciso una mejor distribución espacial) o didáctico como lo que puede verse en Munich o Kassel donde se recrea el presunto estado original de las piezas además de contar con los originales.

Sea como fuere, lo cierto es que aquí y ahora se ha conseguido un diálogo entre el arte del pasado y el del presente que, además de poder apreciar las obras de Lobo en diferentes estadios de su proceso creativo, nos ofrece tema para la pura reflexión estética más que sobre la sociológica. Y esto no deja de ser importante en un escultor tan ideologizado como Baltasar Lobo quien, sin embargo, no transfirió -podemos pensar que conscientemente- la tensión política o social de su momento histórico a sus esculturas. Al contrario: sus obras son un espacio para la creación y recreación de y en la belleza a partir de una sensual reflexión sobre la configuración humana por medio de una simplificación, casi musical, de las formas.




Para la presentación de las esculturas de Lobo se ha buscado una afinidad formal entre ellas y los moldes de yeso que conforman la colección. La primera pregunta que nos podemos plantear es si esta semejanza se basa en una interpretación consciente del modelo o se trata de mera coincidencia dado que las copias clásicas empleadas forman parte del acervo común de la cultura occidental. Fijémonos en la figura reclinada que se pretende relacionar con el molde del frontón oriental del Partenón (425-420 a.C.), obra del taller de Fidias, cuyo original se encuentra en el Museo Británico y que representa a las Parcas aunque también se piense que pueda tratarse de Deméter, Artemisa y Afrodita. La mera disposición recostada no permite en absoluto identificarlas. El carácter es esencialmente diverso. En un caso de la obra clásica tendría como finalidad acompañar el nacimiento de la diosa Atenea mientras que en el caso de Lobo la figura se cierra en su propio abandono indolente. 



Podemos aceptar que las imágenes poseen una doble vida. Por un lado la que tiene que ver con su pervivencia formal y, por otro, la que procede del contenido que pretenden transmitir. Las imágenes del Partenón, éstas concretamente, están en la base del desarrollo escultórico de otros artistas como Henry Moore pero también lo está el Chac Mool prehispánico que, al parecer, poseía una finalidad bastante más tétrica.

Este recuerdo a Moore no es baladí. Muchos elementos de los dos creadores contemporáneos son recurrentes. Los doce años de diferencia que se llevaban no son tantos para que los consideremos como pertenecientes a generaciones diversas. Moore fue un poco más lejos que Lobo en su estilización de la realidad de la que también parte y también pudo trabajar, por un mercado más idóneo, a una escala monumental a la que no pudo acceder el artista zamorano

Por otra parte, las figuras reclinadas en pintura (Giorgione, Tiziano, Poussin) y escultura (Canova) son una constante dentro de la creatividad artística. Lo que el autor pretende con ellas es la transmisión tanto de un ideal de belleza como de una forma cerrada en sí misma; no es trivial que Lobo las obligue a desprenderse de sus manos y de sus pies que, evidentemente, le estorban para la concreción de su proyecto.




Más relación conceptual guardan la Ariadna dormida (¿tal vez una bacante?) con el desnudo reclinado en bronce que trasmite semejante sensación de lujurioso abandono.

Volvemos a encontrarnos aquí con un problema de pura transmisión conceptual. Enfrascados en cuestiones estéticas, nos olvidamos de que las obras de arte se realizan para trasmitir un contenido y que su valoración posterior como objetos artísticos es la que hace que pierdan su valor originario. No olvidemos que una obra de arte, una gran obra de arte, suele ser la solución formal a un problema comunicativo. Cuanto mejor resuelto esté más posibilidades de pervivencia tendrá la solución.

La belleza en el arte clásico era un medio. En el arte contemporáneo es el fin. 

Las obras de Lobo, como tantas otras de su momento se enredan en su ensimismamiento ajeno al entorno pues -como diría Rubert de Ventós criticando el vanguardismo convencional en El arte ensimismado- "...las obras de arte han de ser, ante todo, objetos, No han de remitir sino a sí mismas ni indicar otra cosa que su mera presencia. La obra de arte no significa nada; simplemente es".



Evidentemente no se nos escapa la relación que poseen estas manifestaciones plásticas (las del pasado y las de Lobo) con una belleza que tiene un evidente componente matemático del mismo modo que ya habían detectado Pitágoras, Platón y Aristóteles; solo que las matemáticas contemporáneas ya no son las propias del sistema establecido por Euclides.

Resulta palmario que otra de las fuentes de la belleza, al mismo tiempo que las relaciones formales organizadas según determinados ritmos aritméticos, ha sido la de la atracción sexual. Si fuésemos un poco cínicos podríamos decir aquí aquello de por qué lo llaman belleza cuando quieren decir sexo, pero eso nos metería de lleno en un debate diferente que prefiero dejar para momentos más apropiados. Uno de los modelos de más largo recorrido a partir del arte clásico griego y especialmente del helenismo fue el de la representación del baño de Afrodita (relacionado con los cultos de Eleusis) con diversas variantes: acompañada (Trono Ludovisi) o sola tanto vestida como desnuda (con famosos modelos de Praxíteles) y en cuclillas, siendo el modelo más celebrado el de Doidalsas de Bitina (s. III a.C.). copiada y reinterpretada hasta la saciedad.

Lobo también deja una versión propia del tema.


El Helenismo, en cierta medida, llevó todo lo lejos que pudo los modelos escultóricos de los artistas de la crisis de la polis: Praxíteles, Escopas, Lisipo... imponiendo a su mirada una visión más actual sobre los cánones de belleza, sobre los valores del movimiento, la representación del "pathos" y también los relacionados con los juegos espaciales que tienen que ver con el lleno y el vacío en los que los escorzos resultan imprescindibles.

Tanto los yesos del Museo como los estudios de Lobo juegan con todos esos valores y ha sido posible encontrar correlatos entre unos y otros. Y de todos con la vida a la que  ambos se remiten.

¿Qué hay de todo ello en cada obra? ¿Qué hay de general y de particular en ellas? 

Henri Focillon decía del artista  "No fabrica una colección de sólidos para un laboratorio de psicología, sino que crea un mundo, complejo, coherente, concreto, el cual, al ser de este mundo, está en el espacio y la materia, sus medidas y sus leyes no son solo las del espíritu en general, sino medidas y leyes particulares".

O lo que es lo mismo: el artista se mueve entre lo general y lo particular terminando por prevalecer esta última postura. Incluso cuando se enfrenta con el pasado, la visión que un artista manifiesta es, siempre, una visión contemporánea.



Visto con el distanciamiento propio que impone la exposición pública y con la propuesta de parangón que nos ofrece el Museo de Escultura, nos parece que a la poética que subyace en las obras de Lobo, tan representativa del momento en el que vivió, le sucedió lo  mismo que a las de sus coetáneos. Iba a ser arrasada por los cambios que se producen a finales de los años sesenta que desguazaron el sistema de valores establecidos en la modernidad de tal manera que todavía no hemos sido capaces de elaborar -si es que ello es posible e incluso necesario- uno propio de nuestro momento histórico que sustituya a aquel. 

Y desde este punto de vista, estas obras (como los modelos helenísticos) representan el dorado y dulce fruto maduro que todavía, de tarde en tarde, añoramos de otros tiempos en los que todo poseía una coherencia de la que adolece la vida actual.

Arturo Caballero Bastardo



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