Que nuestra época lo es más
del simulacro que de la verdad es una aseveración tan repetida que, a
fuerza de ser cierta, termina por no
querer decir nada. Y cuando escribo esto no puedo por menos de acordarme de la
exposición montada en el Museo Arqueológico de Cataluña (julio-septiembre 2016)
con aquellos objetos incluidos como antigüedades en las películas de Indiana
Jones que sirvió para disparar el número de visitantes a sus salas.
Aunque, por su modestia y
por su limitada repercusión, no parece que vaya a ser el caso, en el Palacio
del Licenciado Butrón, sede del Archivo General de Castilla y León, puede verse
hasta finales de abril una exposición que ofrece motivos más que suficientes
para detenerse a pensar qué es aquello que consideramos arte y cómo es
percibido por el común de los espectadores quienes se acercan a la mera
contemplación estética de un objeto desde la óptica altruista (es decir, sin
interés por su posesión) defendida entre otros por Kant.
Son objetos que,
provenientes del depósito de la Brigada del Patrimonio Histórico en Madrid y
del Museo Nacional de Policía en Ávila, en su mayor parte nunca tuvieron otra
finalidad que ser creados con la intención de perpetrar un fraude. Un engaño
para quienes disponiendo de dinero estaban (antes más que ahora aunque no
desesperemos que la recaída en los viejos vicios es solo cuestión de tiempo)
dispuestos a gastarlo en poder colgar de sus salones y dormitorios lienzos o
papeles con tal de que se les garantizase que se trataba de obras de
Berruguete, El Greco, Arellano, Sorolla, Vela-Zanetti, Picasso, Miró, Chillida,
Tapies, Saura, El Equipo Crónica y, ya puestos, Chagall, Kandinsky, Malevich,
Popova…. Eso por no mencionar las esculturas en terracotta precolombinas y
otros objetos de la más variopinta especie y procedencia, como falsificaciones
documentales de Ramón y Cajal, que para todo hay público y compradores en esta
sociedad fetichista.
¿Qué mueve ese interés por la posesión de la obra de un artista famoso?
Evidentemente, la vanidad y la codicia. En ello el comparador no puede echarle nada en cara al vendedor. Falsificaciones las ha habido siempre. Sin retrotraernos más allá del Renacimiento, Vasari las cuenta de Miguel Ángel; el pobre de Claudio de Lorena se vio obligado a llevar un cuaderno (Libro de la verdad) con reproducciones de sus obras que eran falsificadas generosamente en Roma; Van Meegeren hizo pasar sus lienzos por obras de Vermeer y, para concluir, Elmyr de Hory presumía de que muchos museos tenían colgadas obras suyas atribuyéndolas a Modigliani, Picasso y Matisse. Orson Welles, otro gran falsario, realiza una interesante película al respecto: F for Fake (1973).
Ante las obras de la
exposición sentimos encontrarnos ante un proceso interrumpido. La duda del
comprador, la casualidad de un registro, la vigilancia sobre un delincuente
determina la intervención de la policía y la justicia. Lo que vemos es
únicamente un mínima parte de un mercado que habrá servido para decorar las
casas de operarios cualificados, pequeños y medianos burgueses venidos a más
gracias al enriquecimiento obtenido por medio de los innumerables “pelotazos”
propiciados por el crecimiento económico sin control de las últimas décadas.
Personalmente lo que me
interesa no es tanto lo que se ve sino lo que se intuye.
¿Cuántas obras no habrán
sido decomisadas? ¿Qué relación mantiene su poseedor con ellas? ¿Las disfruta
como “obras de arte”? Cuando descubre que son falsas, ¿deja de existir el
placer que obtenía cuando las consideraba auténticas? ¿Las guarda en el
trastero como ocurre cuando a un cuadro, largos años colgado en un museo
prestigioso, se le cae la atribución?
En una época sin fotografías
era lo más natural encargar a pintores de prestigio el duplicado de obras
reputadas. Y nadie se sentía molesto por ello, entre otras cosas porque el
valor de cambio era mínimo.
El criterio de autenticidad
aplicado a las obras antiguas está sobrevalorado. Habría que ver cuánto hay de
Tiziano, Rubens, Bernini en todas las obras que se les atribuyen. Y de Mirón o
Policleto ni hablamos. El taller de un artista era más parecido a una factoría
de lo que podríamos hoy pensar debido al espíritu romántico que todavía subyace
en nosotros cuando hablamos del arte. De Arte. Warhol lo entendió muy bien. Y
no ha sido el único.
Una novela de Robertson
Davies, Lo que arraiga en el hueso
(1985,) presenta, sin ocultar el aspecto lucrativo del asunto, la falsificación
como un ejercicio de amor. De amor por un oficio del que muchas veces está
ausente la actividad creativa. Dentro de este campo de trabajo podemos considerar
a quienes de forma minuciosa se han encargado a lo largo de los tiempos del
mantenimiento de las obras de arte. Porque el arte, si está vivo, necesita de
cuidados que en otros momentos han incluido hasta la recreación de parte, o de
gran parte, de la obra original. Felipe IV no quería esculturas rotas por muy
clásicas que fueran; si les faltaba un brazo pues se les añadía y ya estaba
solucionado el problema. Porque el arte era algo vivo, no una entelequia como
lo son muchas pinturas y esculturas, muchas iglesias y palacios que se muestran
al masificado turista como congelados en el tiempo.
Está claro que los niveles
de calidad son muy diferentes entre unas y otras y habría que plantearse en qué
cabeza cabe intentar colar como buenas algunas de las piezas presentes en la
muestra. También resulta evidente que las obras modernas son más fáciles de
falsificar que las clásicas y que los colores planos del Equipo Crónica,
pongamos por caso, son más fáciles de reproducir que los matices inherentes al
óleo; posiblemente las esculturas en cartón son lo más conseguido de la muestra.
La exposición se completa
con trabajos del vallisoletano de adopción Juan Villa que nos introduce en el
mundo de la réplica de obras de arte con fines escenográficos, urbanísticos o de
divulgación artística.
Anímese y dese una vuelta.
Será una experiencia, al menos, pintoresca.
Arturo Caballero
Bastardo
FALSOS
ARTÍSTICOS
Sala
de Exposiciones del Archivo General de Castilla y León (Palacio Licenciado
Butrón)
Plaza
de santa Brígida s/n
(Valladolid)
Hasta
el 30 de abril de 2017
Horario:
Lunes
a jueves: de 9'00 a 18'30 horas.
Viernes:
de 9'30 a 14'30 horas.
Sábados
y domingo cerrado.
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